![]() 6 de agosto de 1965: El Presidente Lyndon Johnson aprueba la Ley de Derechos Electorales, llamándola "un triunfo de la libertad igual de relevante que cualquier victoria alcanzada nunca sobre cualquier campo de batalla". |
COMO TODO LO DEMÁS en nuestra polarizada época, las reacciones al fallo por mayoría simple del Tribunal Supremo en el caso de Shelby County contra Holder se dividieron equitativamente según líneas políticas. El tribunal refrendó la sentencia que resolvía inconstitucional el Capítulo Cuarto de la Ley de Derechos Electorales, eliminando en la práctica el obstáculo que para ciertos estados representa tener que someter a la aprobación federal cualquier modificación de su régimen electoral. Como era de esperar, conservadores y progresistas se enzarzaron en torno a si la sentencia del magistrado que preside el tribunal John Roberts había interpretado correctamente la ley de ordenamiento.
Pero a mí no me llama tanto la atención el debate jurídico como la negativa indignada por parte de la izquierda, entre las minorías sobre todo, de que el arraigado desencanto racial que la Ley de Derechos Electorales se implantó para erradicar haya desaparecido por completo. La derrota de las leyes de segregación constituye uno de los grandes triunfos progresistas de la historia norteamericana. Pero al escuchar a los airados críticos, pensaría que el tribunal acaba de abrir la puerta a la reimplantación de un tributo o de pruebas de cultura general como condiciones para ejercer el derecho al voto. Peor aún, pensaría que los estadounidenses blancos están impacientes por recuperarlas.
Me entristeció escuchar a un emotivo John Lewis, en primera línea de la lucha de la década de los 60 por los derechos civiles y hoy congresista por Georgia, atacar al tribunal por hundir "la daga" en el corazón de la igualdad política de los negros en relación al Estado. "El derecho al voto en igualdad de condiciones ha sido reconocido en este país y se ha dejado de reconocer", decía. Los avances logrados por los esclavos liberados durante la Reconstrucción "se borraron en pocos años". Lewis está seguro de que podría volver a pasar.
Otros activistas de los derechos civiles tocan la misma cantinela agorera. El catedrático de Derecho de Harvard Charles Ogletree insiste en que los derechos de los negros "se ven amenazados a niveles que no veíamos... desde antes de aprobarse la Ley de Derechos Electorales". Una portavoz de MALDEF, Fondo México Americano de Defensa Legal y Educación, dice que la sentencia de la sala "intenta privar del voto a los latinos y las minorías". La portavoz de la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color NAACP Sherrilyn Ifill expresa su alarma ante un fallo que "deja prácticamente desamparados a los electores de minorías en núcleos de todo este país. Es una verdadera amenaza".
Me doy cuenta de que parte de esto son posturas adoptadas con vistas al consumo público por parte de quienes tienen un interés velado en agitar las inquietudes raciales. Pero no dudo de que gran parte del temor y la indignación se sientan genuinamente, mantenidas con vida a través de recuerdos colectivos de esclavitud y segregación que todavía se cobran una contundente factura psicológica. Puede que para la mayoría de los estadounidenses sea un hecho evidente y afortunado que los males de la segregación hayan desaparecido para siempre. Para demasiados negros, sin embargo, las cadenas del recuerdo colectivo hacen imposible de creer que los viejos reflejos racistas no sigan rondando, siempre esperando el momento de aflorar.
Nuestra capacidad para recordar, y para dar sentido a nuestros recuerdos, reviste un valor incalculable para nuestra humanidad. Fui educado según la tradición judía que eleva el recuerdo a la categoría de obligación religiosa – "No olvidéis nunca lo que hicieron los amalekitas cuando abandonasteis Egipto" es uno de esos mandamientos – y entre una comunidad de supervivientes del Holocausto para quienes el "Nunca olvidar" se convirtió prácticamente en el Undécimo Mandamiento.
![]() Policías detienen a activistas en la audiencia de justicia del condado de Selma, Alabama, durante la campaña de registro electoral conocida en 1963 como Jornada de la Libertad, por llevar pancartas instando a los estadounidenses negros a registrarse. |
Pero se da una especie de exceso de recuerdo, de centrarse tanto en los horrores del pasado que las realidades presentes se distorsionan de forma permanente. La niña que vivió en tiempos de la Depresión se convierte en una acaparadora de cordones y metal de por vida, incapaz de aceptar que la abundancia que conoce hoy no va a desaparecer mañana. Lo mismo puede sucederles a las minorías, a los colectivos y a los países. El recuerdo colectivo puede ser enriquecedor y ennoblecedor. Pero también puede ser enervante.
Muchos judíos estadounidenses, por ejemplo, están tan indeleblemente marcados por los recuerdos históricos del antisemitismo cristiano que encuentran imposible no desconfiar del filosemitismo sincero tan frecuente entre los cristianos evangélicos de hoy.
O piense en un ejemplo más global: el impacto de la memoria colectiva sobre la política europea moderna de defensa. Marcada por las cicatrices de dos horribles guerras mundiales, gran parte de Europa llegó a la convicción de que la fuerza militar y la tónica nacionalista son ilegítimas de forma fundamental, y que la seguridad queda garantizada mejor mediante tratados, organizaciones multilaterales y la contracción de la soberanía. El resultado, una y otra vez, han sido las diferencias entre las administraciones norteamericanas convencidas de la doctrina de la paz a través de la intervención y una institución europea que suscribe el apaciguamiento como respuesta más segura a la agresión.
Es cierto, como escribe la magistrada Ruth Bader Ginsburg en su apasionado voto particular de la sentencia del caso de Shelby County, que "lo pasado es el prólogo". Pero aquello de lo cual es prólogo no siempre es lo mismo. En ocasiones los males del pasado sí conducen al progreso sincero — y permanente. Incluso si hay quien que, paralizado por el recuerdo, es incapaz de obligarse a creerlo.
(Jeff Jacoby es columnista de El Boston Globe.)
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